domingo, 18 de marzo de 2012

Siempre.

Él, sus ojos celestes como esas playas de arena blanca que generan paz, y sus 2 metros de altura mirando el árbol que se encuentra en el jardín de la casa del campo para poner una hamaca casera.
Él sosteniéndome con la ayuda de su metro noventa  y mis 3 o 4 años, sentados arriba del caballo enseñándome a andar despacito, con tranquilidad, por el campo.
Él, y su metro ochenta y cinco, contando las ovejas y corderos y capones y borregos en el corral del campo mientras me vigila cuando estoy jugando cerca de los animales.
Él,  y su metro ochenta y dos, manejando en la camioneta y ella riendo a dúo conmigo porque no podía encontrar la calle para salir de la rotonda y damos 1,2,3 vueltas hasta que finalmente salimos de ese círculo de cemento para seguir camino a nuestra casa.
Él, con su silencio y metro ochenta , mientras almorzamos pastas caseras o asado y sus ojos celestes, como  el cielo cuando no está nublado, observando a todos.
Él escondiendo los papelitos de los caramelos, prueba del posterior dolor de estómago que solo le permite tomar una sopita de vegetales o un puré de papas, arriba de un modular con la ayuda de su metro setenta y ocho.
Él riendo pícaramente  cuando le preguntó si aquella señora que vive en X pueblo fue su novia o algo más que amiga cuando eran jovencitos.
Él caminando, con su metro setenta y  gracias a la ayuda  de su co-pilota de vida, por el pueblo o por la vereda de casa.
Él con sus ojos celestes cerrados y su metro sesenta y cinco,  descansando plácidamente sin saber quién o quiénes están a su alrededor.
Él, acompañándonos en su despedida y mirando sonriente por encima de nosotros cuando le decimos “chau” o lo recordamos en esos instantes previos a que se quede para siempre en ese lugar.
Él, mi abuelo. Y por supuesto, sus dos metros. Gigante.

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